lunes, 31 de marzo de 2008

PERMANENCIA DEL ARTE


Por Guillermo Jaim Etcheverry
En el prólogo a su novela El negro del Narcissus, el gran escritor Joseph Conrad -ciudadano británico aunque nacido en 1857 en Berdic­zew, entonces parte de Polonia y en la actualidad de Ucrania- elabora una sugerente distinción entre el conocimiento y el arte. Conrad señala que el artista, al igual que el pensador y el científico, busca la verdad. Impresionado por el aspecto del mundo, el pensador se sumerge en ideas mientras que el científico lo hace en hechos. Ambos apuntan a cualidades humanas que nos orientan en la azarosa experiencia de vivir. En cambio, el arte apunta a una dimensión de nuestro ser que no depende de la sabiduría, sino que corresponde a una esfera muy distinta, y tal vez más permanente, de lo humano.
Efectivamente, en el curso del tiempo se producen grandes cambios en el conocimiento. Se van desechando ideas, se cuestionan realidades establecidas, aparecen nuevos hechos e interpretaciones que llevan incluso a discutir teorías que en determinado momento parecen ser las más sólidas. La historia de la ciencia proporciona numerosos ejemplos de esta evolución y, precisamente, es esa condición de provisionalidad del conocimiento la que explica su avance. Este carácter mutable que tiene el saber científico, al estimular el cuestionamiento permanente, constituye el motor que impulsa su progreso. Así, por ejemplo, a partir de la concepción que de la realidad física tenían los griegos, se han ido sucediendo a lo largo de los siglos muchas otras teorías para explicarla.
En el caso del arte, la situación es diferente. Para formalizar esta diferencia, Conrad realiza una muy acertada distinción entre aquello que constituye un don de lo humano y, por otro lado, lo que es adquirido. Aquel don -al que se dirigiría el arte- tiene un especial carácter de permanencia, de firmeza, de estabilidad. La creación artística se vincula con nuestra capacidad de experimentar placer, de sorprendernos. El arte está estrechamente relacionado con el ámbito del misterio, que es constitutivo y, por lo tanto, inseparable de nuestras vidas, compromete nuestro sentido de piedad, estimula la percepción de la belleza y, a veces, también del dolor. Mediante su obra, el artista no hace sino explorar la oscura aunque profunda sensación que todos experimentamos de pertenecer al conjunto de la creación.
Frente a una obra de arte, nos sentimos hermanados. Se establece así una suerte de solidaridad que termina por reunir las soledades de muchos. De este modo, el arte contribuye a crear una comunidad de sueños, de alegrías y de penas, de aspiraciones e ilusiones, de esperanzas y también de temores. Contribuye a que los seres humanos logren experimentar la sensación singular de sentirse íntimamente vinculados unos con otros.
Por eso, además del placer estético, hay que advertir en la creación artística esa importante función: generar y consolidar el espíritu de pertenencia a una comunidad. Nos permite comprobar que podemos compartir sentimientos con los demás humanos, independientemente de cualquier diferencia, incluso de tiempo y de espacio. Tanto frente a obras del pasado como de la actualidad podemos sentir hoy, junto a otros, igual asombro, similar placer, parecido deslumbramiento. No deja de sorprender esa suerte de comunión en el arte que se justifica, precisamente, por su característica de apelar a eso que Joseph Conrad, en el bello párrafo comentado, considera un don, algo intrínseco a la condición humana. Esta permanencia explica la singular continuidad del arte en el tiempo, su capacidad de atravesar las culturas, de tender un puente hacia los muertos y, también, paradójicamente, hacia quienes aún no han nacido.

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